Entonces mortales, pensáis que,
Siendo yo el objeto de vuestras oraciones y ruegos,
De vuestros plegarias que buscan respuestas,
Podréis alcanzar la eternidad.
Pero mi indiferencia no os aleja de mí.
Son muy poderosos vuestros miedos y fantasías,
Tanto que vencen a mis tinieblas
Y a mi silencio.
Y así, poco a poco, pasan los siglos.
Desaparecen civilizaciones y caen imperios.
La ciencia avanza y despeja dudas.
Se sabe lo que es o se intuye como pueden ser
Las cosas,
Venciendo, - con lentitud y polémica-, a la palabra sagrada,
al miedo a la nada y al castigo divino.
Pero continúan vuestras ceremonias, liturgias
y sacrificios.
En cualquier parte del mundo,
Con distintos rostros y distintos altares.
Con iguales peticiones y deseos.
Con semejante ansiedad y estupidez.
Apresándoos a mí y a mi insoportable silencio
Y sometiéndoos, como ovejas lanares, a mi absurda ley.
Pero no me sonrojo ante mi egoísmo y vuestra servidumbre y celo.
Pues en mí, infelices, soñáis que
Hay vida después de la muerte.
Cuando, en realidad,
no hay nada.
Sólo silencio.